DAVID SANTIAGO TOVILLA
Daguerrotipo: Fermín Isaza (1848)
La adaptación de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, producida por Netflix, está lo bastante lograda como para invitar a volver a la novela, se señaló en días recientes.
Como toda obra de gran calado, en cada lectura aflora una capa distinta de su arquitectura. Una de ellas es la dimensión social. Sí, es ficción; sin embargo, parte de su fuerza reside en la recuperación de rasgos culturales de la vida individual y colectiva. Y la cultura es, al fin de cuentas, “información transmitida por aprendizaje social, codificada en la memoria a largo plazo”, según Jesús Mosterín: «información transmitida por aprendizaje social, codificada en la memoria a largo plazo» según Jesús Mosterin.
La raíz que nutre el árbol frondoso de la obra de García Márquez está en su admirable reunión de elementos vitales, presentes durante generaciones —y no siempre de manera consciente—. Costumbres, prácticas, creencias y certezas están instaladas como ingredientes de la narración. Se percibe la asombrosa capacidad del autor para observar, procesar y consignar cada detalle de la vida social.
Macondo es un nombre, pero su dinámica, circunstancias e historia son las de muchos pueblos latinoamericanos: fundación, esplendor, conflictos y declive. Compárense las referencias consignadas en Cien años de soledad con cualquier banco fotográfico del continente y se comprenderá la monumentalidad de esos apuntes, expresados con trazos narrativos magistrales que no requieren explicación: basta con habitar el tiempo de la novela.
Melquíades llega con un espectáculo de feria. El impacto de las carpas en la vida de poblaciones apartadas era innegable. Con él llegó a Macondo el daguerrotipo, uno de los primeros procedimientos fotográficos. Aun el circo más elemental llevaba a la gente aquello que no estaba a su alcance cotidiano. Hoy el uso de animales está prohibido en muchos lugares, pero durante décadas fue la única forma en que muchas personas conocieron ciertas especies. Incluso en pleno siglo XXI hay menores que desconocen lo que hay fuera de su entorno inmediato, como el mar: jamás han sentido el rumor del agua, el aroma de la brisa, el estruendo de las olas, la textura de la arena.
García Márquez combina la seducción de lo extraordinario con la referencia al descubrimiento científico. Alude al asombro provocado por lo tangible y, a la vez, marca un jalón del progreso cuando recuerda el pasmo de José Arcadio Buendía ante un bloque de hielo.
Son destellos suficientes para presentar esa conjunción de tiempo y espacio.
También lo hace al presentar a Fernanda del Carpio, joven de un estrato ajeno a la sencillez de Macondo. Su irrupción en las festividades y rituales locales subraya la distancia social. Recuérdese que el Carnaval de Barranquilla está reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial: arraigo local con proyección universal.
Desde ese humus cultural, Gabriel García Márquez nutre cada tramo de Cien años de soledad.
Una obra grandiosa que estimula gozosas relecturas.
Conexiones