Anclas al amanecer

DAVID TOVILLA

A Karen Carrillo y Felipe Gil,

con agradecimiento.

Las anclas solitarias atestiguan un trato constante: lo humano que hace; lo natural que persevera.

    Amanecen en soledad. No en silencio: el mar nunca calla; es un siempre estar y decir.

    Cada día se renueva la lucha. Aquí descansan las piezas porque sus dueños también necesitan reponerse. Hacen lo que el mar no: detenerse. El mar pertenece a esas esencias imparables.

    Cada ancla espera reiniciar la acción, volver a tensarse, oponer su fuerza, ayudar a quienes buscan sustraer algo de las aguas.

    Ahí están, con su rusticidad. Un día fueron acero vigoroso. Soldadas en fragmentos, adquirieron la forma de arañar la suavidad del fondo. Son artefactos nacidos de manos locales: no vienen de otra parte; son de aquí, para actuar aquí. 

    En las primeras horas pueden verse. El resto del día despejarán la arena para ir a ser, a contribuir con otras historias en las profundidades.

    En su sitio, en la playa, pasarán otros protagonistas:

    La pareja joven que llega a convivir, a semanas de su boda religiosa.

    La amada entusiasta, enamorada del mar porque lo lleva inscrito en su nombre.

    El escritor que la observa y anota su felicidad.

    Los pequeños que levantan castillos destinados a disolverse con la marejada.

    Los caminantes, los corredores.

    Quien viene a entrenar el duro surf de remo.

    Aquellos que recogen recuerdos en la calle de conchas marinas.

    Las anclas inertes hacen pareja con los columpios improvisados que, de día, esperan servir a una fotografía. De madrugada sólo las acompaña el viento, que susurra con variable intensidad.

    Amanece en la orilla de Sisal. La noche cede. La luz empieza a revelar: pone al descubierto lo que permanece e irradia su energía sobre quienes acuden a recibirla.

    A iluminar la vida.